La gente no se recuesta en los asientos de los aviones. Se tira. Se lanza en plancha. Como si fueran saltadores de pértiga desplomados por una gravedad imantada. Sin miedo al vacío. Como queriendo batir un record. Entonces, el que está detrás sufre los vaivenes de un respaldo amenazante, compulsivo y agresivo. Un respaldo que se convierte en tu enemigo número uno. Respaldos que propulsan tu momento chicken or pasta lanzando la bandeja a tus pantalones. Y apestas a curry durante 10 horas de vuelo. Y el de delante ni se percata. Solo piensa en si habrá batido el record de desplome en asiento. La clase turista de los aviones no se inventó para que los ricos fueran en primera, se inventó para que los ricos se rieran de los pobres.
Un record que estoy seguro que ostenta un alemán. De esos que vinieron conmigo hace unos días en un vuelo de Frankfurt. Humanos, creo, de más de 150 kilos con sandalias con velcros en talla 52. Hombres que desafían las leyes de existencia de vida en otros planetas por su mera presencia en la Tierra. Un alemán que hizo horizontal el asiento 32F en un vuelo intercontinental a San Francisco. Un vuelo que tuvieron que desviar en varias ocasiones por la falta de reparto de pesos. ¿Viento lateral comandante? No, el alemán del 32F que se ha ido a mear. Humanos, creo, con un potencial de destrucción masiva cada vez que se levantan de su asiento. La clase turista tampoco la inventaron los alemanes. Ellos no entraban en los prototipos. Quizá la inventamos los españoles, por eso de la talla compacta.
Respaldos que quedan a años luz de distancia de tu cara, a medida que el número de tu asiento decrece en tu tarjeta de embarque. Cuanto más bajo sea el número, más rico eres y como consecuencia tus posibilidades de mancharte los huevos con salsa curry son mínimas. Estadística pura. El curry no existe en First Class. Quizá en Economy Premium, pero ni siquiera en Business. Es una salsa demasiado olorosa, racista y popular. Una salsa que el único cocinero de todas las aerolíneas del mundo, usa en sus jodidas bandejitas de aluminio ardiendo para envolver ese amasijo cárnico al que llaman pollo, pero que dejó de ser un animal con plumas hace mucho tiempo.
Respaldos que acomodan espaldas pudientes y otras menos pudientes. Trescientas no pudientes al menos. El avión. Ese lugar del mundo donde ricos y pobres pasan más de 10 horas juntos sin tocarse, mirarse ni relacionarse. Todo porque entre ellos media una cortina azul que es como un muro fronterizo donde las alambradas son de tela. Una cortina que no te deja usar los lavabos de la clase alta. Lavabos donde el papel es suave y el grifo funciona. Una clase alta donde los alemanes, esta vez si, instalaron los asientos a metros los unos de los otros. Para que los ricos no puedan compararse con sus semejantes. Por eso de las envidias. Porque te crees algo cuando por tu tarjeta de puntos te dan un upgrade y te llevan al asiento 20A. Con tu reloj Tag Heuer de 1.500€ y tu Iphone 6 Plus. Pero la fila 20 está tan cerca del curry que te dan arcadas de pobreza cuando lo hueles. Y desde allí miras el horizonte de las filas de la 1 a la 10, donde los respaldos son de piel y no te desplomas sobre ellos, sino que te dejas envolver de manera ergonómica por sus reglajes eléctricos.
Respaldos que te abrazan con mimo para que llegues a tu destino como recién levantado. Porque eso del jet lag no va contigo. Porque eres un triunfador. Un tipo que nunca ha viajado en turista. De hecho te piensas que la gente que hace cola al lado tuyo en la puerta de embarque se sube a otro avión. Y le das las gracias a Dios porque el populacho se marche de tu lado y se lleven consigo ese maldito olor a curry que te irrita de manera irremediable. Porque tu te sientas en el 1A, que es casi como sentarse con el comandante y tutearlo por su nombre de pila.
Porque la clase turista de los aviones la inventaron ingenieros que nunca viajarán en clase turista.
Texto y fotos por Deportes ilustrados