COMPRAR UN TRAJE

Savile

En Savile Row en Londres, hacen algunos de los mejores trajes del mundo. Richard James, Gieves & Hawkes, Henry Poole. Trajes que empiezan y terminan en miles de libras. Trajes que empiezan con la cinta métrica y un trozo de tiza marcando patrones. El papel de los patrones es blanco. Entre suave y áspero. Entre silencioso y ruidoso. La tiza es resbaladiza. Estrecha. Apenas se desliza en el papel, la tiza marca las líneas de tu cuerpo en un puzle de medidas aparentemente inconexas. La cinta métrica casi fría se pega a la piel buscando pliegues, huesos y curvaturas. La tiza clava tu morfología, con trazos gruesos y algunos finos que la tijera se encargará de afilar al milímetro.

En Savile Row hacen trajes desde hace cientos de años. Millones de trozos de tela unidos por la levedad de un hilo. El hilo que dibuja tu cuerpo y lo tatúa de cachemir, o de tweed, o incluso de seda. El hilo que en compañía de otros hilos colorea tu apariencia exterior en un disfraz que debe proyectar libras y estatus por igual. A veces más libras que estatus. A veces solo estatus. A veces incluso nada. La clase y la elegancia no van en el traje. Eso se cree, pero no. Eso va en las manos, en la expresión de la cara, en los andares. Miles de libras no te enseñan a caminar. Un zapato hecho a mano tampoco. Piel en contacto con piel. Tela en contacto con piel. Tela. En Savile Row.

En el número 20 de Savile Row está el Sartoria. Desayunar en el Sartoria cuesta 4,50 libras por zumo de naranja, 4 por un café americano y 14 por unos huevos Fiorentina. Si quieres un humilde bol de porridge son 6 libras. 1 kilo de porridge en Morrisons cuesta 75 peniques. Mi padre tomaría un zumo, un café con un poco de leche y quizá una tostada con mermelada, lo que significaría 4 libras más por la cesta de pan. El café con leche en vaso. Se lo explicaría al camarero en inglés, mientras mi padre pasaría su mano por el mantén de tela. Acariciándolo para quitar las arrugas y las migas. Con sus manos ásperas e hinchadas de vida y experiencia.

Después del desayuno entraríamos en Gieves & Hawkes. Allí y no en otro porque así le podría explicar que en ese mismo lugar, tipos como Sir Wiston Churchill o Charlie Chaplin, se quedaban en calcetines y ropa interior para que les hicieran un traje. Mi padre lo contaría en casa después. Quizá a algunos amigos. Los hilos de Churchill, pensaría. En Gieves & Hawkes le tomarían medidas. En Gieves & Hawkes le ofrecerían un café o una copa de champán, pero el diría que no. Yo le traduciría y el diría ‘thank you very much’ muchas veces y con mucho acento. Cuando había que decir algo en inglés, el siempre decía ‘thank you very much’. Muchas veces y con mucho acento. Creo que no sabía decir nada más. Con eso era suficiente.

Yo habría pagado un extra para que tuvieran los trajes listos al día siguiente. En Gieves & Hawkes las libras determinan los pedidos, la prisa y la habilidad del sastre. El hilo fluye rápido como la caja registradora. Ellos no sabrían quien es el tipo que paga el doble por tenerlos en 24 horas. Tampoco les importaría.

Mi padre tenía muchos trajes y también tenía solo dos. Muchos en el armario. Calidades de tela peleándose entre sí entre la vejez de algunas costuras y las solapas de algunas tendencias. Azules, marrones, e incluso verdes, pero nunca negros. Trajes escoltados por infinidad de corbatas imprescindibles en cumpleaños y navidades. Mi padre tenía muchos trajes. Entallados, rectos, pequeños, grandes, ásperos, almidonados, con chaqueta cruzada, de rayas y de invierno. También tenía solo dos. Uno era el de lucha, esfuerzo, coraje y cojones. El otro era el de generosidad, arrepentimiento y cariño. Ya no podré ir a Savile Row con él. Siempre lo quise hacer. Para que por una vez en su vida fuera yo el que le regalara un buen traje a medida. Para que contara a los amigos lo de Churchill. O quizá tan solo para pasear por Londres. O para decirle que le quería.

 

Mi padre tenía muchos trajes. Y también tenía solo dos.

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